¿Están realmente los impíos hechos a imagen de Dios? (2)
La última vez, introdujimos el punto de vista generalizado pero erróneo de que los pecadores totalmente depravados están a la imagen del Dios infinitamente santo en un supuesto sentido “más amplio”. A nuestra crítica anterior, añadimos ahora tres argumentos más.
Primero, ¿qué hay de la naturaleza de la imagen divina en el hombre? Las Escrituras inspiradas nos dan declaraciones explícitas en cuanto al contenido de la imagen de Dios en la cual son recreados los elegidos, y en la cual fueron creados Adán y Eva (Ef. 4:24; Col. 3:10; cf. Ecl. 7:29), es decir, el conocimiento, la justicia y la santidad, como se reconoce en los credos reformados (por ejemplo, el Catecismo Menor de Westminster, P. y R. 10).
Pero ¿cuál es la imago dei que se supone que deben llevar los incrédulos? Por lo general, se mencionan algunos o todos los siguientes aspectos: racionalidad, moralidad, voluntad, afectos, personalidad y lenguaje, etc. Estas cosas ciertamente caracterizan al hombre— ya sea creyente o incrédulo— pero no hay textos bíblicos que especifiquen la naturaleza de una imagen divina en los impíos. Tampoco hay una exégesis sólida de un solo versículo de las Escrituras que identifique el contenido de una imagen de Dios en los impíos.
En segundo lugar ¿qué hay acerca del número de la imagen(es) divina en el hombre? Según la teoría de que absolutamente todos están hechos a imagen de Dios, entonces necesariamente hay dos imágenes de Dios en el hombre (y en los ángeles): la imago dei bíblica, que consiste en el conocimiento, la justicia y la santidad (Ef 4,24; Col 3, 10), y la imago dei “más amplia”. El incrédulo lleva una imagen de Dios, mientras que el creyente posee dos imágenes divinas: la imago dei en el sentido apostólico y en el sentido “más amplio”. Antes del nuevo nacimiento, los elegidos poseen una imago dei, la imagen de Dios en su aspecto “más amplio”. Al nacer de nuevo, los elegidos reciben una segunda imagen divina.
Pero ¿dónde habla la Palabra de Dios de dos imágenes de Dios en el hombre? ¿O de los incrédulos teniendo una imagen y los creyentes teniendo dos imágenes? ¿O de los elegidos poseyendo una imagen divina antes de la regeneración y dos imágenes divinas después de ella?
En tercer lugar, ¿qué hay de la idea de la imagen divina en el hombre? Según la primera referencia bíblica a la imago dei, aquellos que están en la imagen de Dios también están a su semejanza, porque «entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gen. 1, 26; cf. v. 27; 5:1). Además, alguien quien está a la semejanza de otro es la semejanza de otro, y quien está a imagen de otro es la imagen de otro (cf. 1 Cor. 11:7; 2 Cor. 4:4; Col. 1:15). Además de unir la imagen de Dios y la semejanza de Dios, las Escrituras también relacionan estos conceptos para la gloria de Dios. Dado que Dios es glorioso, ¡aquellos que son su imagen y semejanza también son gloriosos! Por lo tanto, los hombres creyentes están a la “imagen y gloria de Dios” (1 Cor. 11:7; cf. 2 Cor. 3:18; 4:4, 6; Heb. 1:3).
Pero ¿es verdad que los impíos son la imagen, semejanza y gloria de Dios? ¿Es el emperador Juliano el apóstata, el rey Luis XIV, Karl Marx y Jeffrey Epstein realmente la imagen, semejanza y gloria de Dios? ¿Satanás es la imagen de Dios, la semejanza de Dios y la gloria de Dios? Este importante concepto bíblico conlleva una gran carga teológica. ¡Ciertamente, identificar a los impíos como la imagen de Dios es incorrecto! Rev. Stewart
¿Por qué David no fue ejecutado por adulterio y asesinato?
Nuestra pregunta para este número de las “Noticias del Pacto” tiene que ver con el pecado de David con Betsabé: “Si la ley del Antiguo Testamento exigía que todos los homicidas y adúlteros fueran apedreados hasta la muerte, ¿por qué no fue ejecutado David por sus pecados (conocidos) de adulterio y asesinato? ¿Estaba él por encima de la ley? ¿No se aplicaba la ley a él? ¿El simple hecho de que se arrepintiera de sus actos lo absolvía de toda responsabilidad ante la pena capital?
Los lectores de las “Noticias” tienen la habilidad de hacer preguntas difíciles. Hay momentos en que las preguntas me dejan un poco desconcertado por su complejidad. A veces tengo que trabajar en ellas y reflexionar sobre ellas durante bastante tiempo. Sin embargo, las aprecio, ya que me obligan a explorar cosas que nunca había considerado y a estudiar la Palabra de Dios de nuevo.
La ley que exige la ejecución de un adúltero se encuentra en Levítico 20:10: “Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos”. (cf. Dt 22:22).
La ley de Moisés que exige la muerte de un homicida se encuentra en Levítico 24:17: “Asimismo el hombre que hiere de muerte a cualquiera persona, que sufra la muerte” (cf. Ex 21:12-14; Núm. 35:16-21).
En las ordenanzas dadas a Noé después del diluvio, Dios estableció la pena de muerte para el asesinato mucho antes de la ley mosaica: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Gen. 9:6). El hecho de que en el principio los hombres y mujeres (a diferencia de los animales) fueron creados a imagen y semejanza de Dios (1:26-27) es una de las razones por las cuales debería existir la pena de muerte por asesinato también en nuestros días. Pablo escribe: “Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo” (Rom. 13:4; cf. Hch. 25:11).
Todo esto, sin embargo, no responde a nuestra pregunta, ya que debería ser evidente a partir de todos estos pasajes que David merecía plenamente la pena de muerte por sus crímenes. ¿Por qué entonces no fue condenado a muerte ni por Dios ni por el hombre?
¿Está el rey por encima de la ley? Algunos argumentan a favor de esa posición y usan el ejemplo de David como prueba. Muchos reyes y gobernantes han adoptado ese punto de vista de sí mismos, y han utilizado la noción de que están por encima de la ley como una excusa para cometer grandes maldades. En los Estados Unidos, los presidentes en ejercicio tienen inmunidad frente a cargos civiles y penales relacionados con sus actos y deberes oficiales. ¿Es por eso por lo que David no fue castigado?
Debe señalarse que una alta posición en la comunidad o en la iglesia no excusa los pecados de una persona, sino que más bien los agrava. Esto está claramente expuesto en las Escrituras en el Catecismo Mayor de Westminster, Preguntas y Respuestas 150 y 151. Los pecados de David fueron más graves debido a su elevado cargo como rey, porque quebrantó expresamente la letra de la ley de Dios, porque fueron un escándalo público (2 Sam. 12:14) y porque involucraron la complicidad de otros, como Betsabé y Joab. No había, ni hay, excusa alguna para los pecados de David.
David mismo admitió que era digno de muerte cuando, después de escuchar la parábola de Natán sobre el hombre rico que tomó el cordero del hombre pobre, dijo: “Vive el Señor, que el que tal hizo es digno de muerte” (5). Que merecía la muerte también fue confirmado por Natán después de que David se arrepintió: “El Señor ha remitido tu pecado; no morirás” (13). No hay base en la historia de los pecados de David en 2 Samuel 11-12 para la noción insensata de que cualquier hombre, ya sea gobernante o gobernado, esté por encima de la ley de Dios.
Especialmente en la Iglesia, deben existir sanciones para los pecados graves y públicos cometidos por un líder eclesiástico: la destitución de su cargo y, si permanece impenitente, la excomunión, que es el equivalente en la iglesia a la pena de muerte. Nadie es inmune. De hecho, las sanciones para un oficial eclesiástico deberían ser más severas (incluida la remoción del cargo eclesiástico), porque su posición y ejemplo agravan su pecado.
David escapó de la pena de muerte, como lo indica 2 Samuel 12:13, solo porque Dios fue misericordioso con él y por ninguna otra razón. El hecho de que Dios haya quitado su pecado simplemente significa que Dios lo perdonó, como David mismo confiesa: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal. 32:5).
Hay varias cosas que deben decirse acerca de la misericordia que se le mostró a David. Evitó la pena de muerte, así como la pena eterna por el pecado, pero no quedó completamente sin consecuencias. El hijo que había engendrado con Betsabé murió, tal como Natán lo había profetizado (2 Sam. 12:14, 18). Además, Dios le dijo a David por medio de Natán: “Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer. Así ha dicho el Señor: He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la vista del sol” (10-12). David sufrió las consecuencias de su pecado durante el resto de su vida. Dios es misericordioso, pero también es justo y no será burlado. Él siempre mostrará que odia el pecado y no lo pasa por alto.
Jehová también muestra la misma misericordia que Él manifestó a David hacia otros grandes pecadores, tres de los cuales vienen especialmente a la mente. Una fue la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8:1-11). Jesús, aunque nunca indicó que la mujer no merecía la muerte, se interesó primero en exponer la hipocresía de los fariseos. Cuando su hipocresía fue puesta al descubierto, Él mostró misericordia divina a la mujer cuando le dijo: “Ni yo te condeno” (11). Sin embargo, para que nadie piense que a Él no le importaban los pecados que la mujer había cometido, también le dijo que no peque más (11).
Otro fue Pablo, el perseguidor. Refiriéndose a sí mismo, dice: “Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; más fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad” (1 Tim. 1:13).
Un tercero a quien se le ha mostrado tal misericordia es el pobre pecador que ha escrito este artículo, un pecador cuyos pecados son mucho peores que los de David o los de Pablo y cuyos pecados se agravan por muchas cosas. A él también se le ha mostrado una gran misericordia.
Esto quiere decir que cada uno de nosotros merece no solo la pena de muerte por los pecados que comete, sino que merece algo mucho peor. La blasfemia, el asesinato, el adulterio y cosas semejantes merecen la pena de muerte, ¿y acaso no somos todos culpables de tales pecados, si no públicamente, al menos en nuestros corazones y pensamientos? ¿No son acaso la paga del pecado, de cualquier pecado, de todo pecado, la muerte eterna (Rom. 6:23)?
“Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mt. 5:21-22). ¿Quién está libre de culpa?
“Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (27-28). ¿Quién no tiene necesidad de misericordia?
¿Qué puede decir alguien para excusarse a sí mismo? ¿Voy a quejarme de la misericordia mostrada a David cuando yo tengo tanta necesidad de misericordia como él la tuvo? ¿No es mi insistencia en que David merecía la pena de muerte, en realidad, una auto condena? Si yo no soy el publicano en la parábola de Jesús “estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13), entonces, ¿quién soy yo?
Lo que Natán le dijo a David no es solo la explicación de por qué el rey de Israel no fue condenado a muerte por sus crímenes, sino que también es el evangelio, la única buena noticia que los pecadores bajo condenación y en peligro de juicio eterno, pueden escuchar: “Y el Señor ha remitido tu pecado; no morirás” (2 Sam. 12:13). Tampoco hay ninguna otra razón para tan asombrosa misericordia sino una cruz levantada en una colina fuera de Jerusalén, donde una vez nuestro Señor fue crucificado. Esa misericordia no se muestra a aquellos cuyos pecados son menores que los pecados de otros o que son menos merecedores de la condenación eterna, sino que se concede a todos los que se arrepienten y creen en Aquel que murió en esa cruz.
Debido a que somos pecadores tan terribles que ninguno de nosotros jamás se arrepentiría y creería por sí mismo, el Dios de toda gracia y el Padre de misericordias concede el arrepentimiento y la fe a algunos (Hch. 11:18; Ef. 2:8; Fil. 1:29). Él lo hace para que puedan decir con David: “Muchos dolores habrá para el impío; Mas al que espera en el Señor, le rodea la misericordia. Alegraos en el Señor y gozaos, justos; Y cantad con júbilo todos vosotros los rectos de corazón” (Sal. 32:10-11). Rev. Ron Hanko
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