Por Prof. Herman Hanko
Un lector pregunta: “Cuando Jesús recibió la ira de Dios por el pecado ¿Fue esta una experiencia nueva para Dios quien es un Ser inmutable (no contingente)?”
Este problema es, aunque difícil de entender para nosotros, muy importante. La pregunta asume que, Cristo quien es el Hijo eterno de Dios, soportó la ira de Dios contra el pecado. Es decir, Dios estaba enojado con Dios. ¿Cómo puede ser eso? O, como el lector lo pone: ¿Fue esta una experiencia nueva para Dios?”. Y si es cierto que Dios estaba enojado con Cristo, esta ira de Dios significa que ¿Dios es cambiante?. Con todo, la Escritura enseña claramente que Dios es inmutable, sin embargo la ira de Dios hacia Cristo, —el Hijo eterno de Dios—, parece indicar un cambio en Dios porque también, Dios amó a su Hijo.
Como “no contingente,” Dios es en sí mismo independiente; Es decir, Él no depende de ningún ser o poder fuera de sí mismo para su existencia. Él es eterno. La creación es contingente; es decir, la creación depende de Dios para su existencia. El lector argumenta con razón que, la inmutabilidad tiene sus raíces en la no-contingencia; mientras contingencia significa mutabilidad.
Hay que distinguir, en primer lugar, entre el Dios Trino y nuestro Señor Jesucristo. Si bien es cierto que Cristo es personalmente la Segunda Persona de la Santísima Trinidad y, como el credo Niceno lo pone con tanta fuerza, “Dios verdadero de Dios verdadero”, Él es también el Hijo eterno e inmutable de Dios en nuestra carne. Él unió la naturaleza divina con la naturaleza humana en la única Persona del Hijo. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Este es el misterio de la encarnación.
La relación entre nuestro Señor Jesucristo y Dios es una relación padre-hijo. El Dios trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Cuando el ángel Gabriel describió a María cómo ella iba a ser la madre del Señor, él dijo: ”El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios”(Lucas 1:35).
El Dios Trino eternamente nombró a Cristo para ser el mediador del pacto y así lograr la redención plena y completa a favor de los elegidos. Él fue elegido para llevar a cabo el propósito de Dios como Hijo de Dios en nuestra carne para que Dios mismo llevara a cabo la redención. “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Cor. 5:19).
Cristo cumplió su llamado al entrar en nuestra carne en el vientre de la virgen María, sufriendo la ira de Dios, muriendo en la cruz, resucitando de los muertos y ascendiendo al cielo donde Él es exaltado como Señor de todos.
Se nos dice en las Escrituras que Cristo llevó la ira de Dios contra el pecado desde el principio de su encarnación hasta el final de su vida en la tierra. Aquí hay una maravilla: mientras que Cristo llevó la ira de Dios a través de Su vida, Él también era consciente de la aprobación de Dios. En su bautismo y en presencia de sus enemigos una voz sonó desde el cielo diciendo: “Este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). Cristo escuchó esa voz y se regocijó en ella. Así, Cristo experimentó tanto la ira de Dios y el favor de Dios.
¿Cómo puede esta experiencia de la ira y el favor de Dios estar presentes al mismo tiempo? La explicación parece estar a lo largo de estas líneas. En efecto, era posible que Cristo supiese y experimentara tanto de la ira y el favor de Dios al mismo tiempo, debido a que teniendo la ira de Dios, él estaba obedeciendo la voluntad de Dios, cumpliendo su llamado y llevando acabo el propósito de su Padre. Sabía del favor de Dios porque Él fue obediente a Dios. Eso continuó toda su vida. Tal vez una analogía puede encontrarse en un hijo que es castigado por su padre por alguna fechoría, pero sabe que el castigo tiene sus raíces en el amor de su padre por él.
Sin embargo, entre más Cristo se acercaba a la cruz la conciencia de la ira de Dios crecía más y más mientras que la conciencia del favor de Dios disminuía. En la cruz, —durante esas horas terribles cuando Cristo sufrió todos los tormentos del infierno— la conciencia del favor de Dios fue completamente absorbida en la furia de la ira de Dios. Todo lo que Cristo conoció fue ira.
Esa conciencia de la ira de Dios se expresa en el grito de Cristo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Cristo no se atrevió a llamar a Dios “Padre”; Él sólo pudo decir: “Dios,” porque la ira era demasiado grande sobre él. Cristo era consciente sólo de ser abandonado en el profundo pozo oscuro del sufrimiento del infierno en la cruz. Tan grande era la abrumadora ira de Dios que Cristo soportó, que Él ya no podía entender más la necesidad de llevar la ira de Dios. Ese grito “¿Por qué?” de un corazón desgarrador penetra nuestras almas.
Y sin embargo, en ese momento cuando la ira de Dios fue consumiendo todo, Dios estaba, —,si se me permite decirlo así—, más satisfecho con su Hijo que nunca antes; “Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; porque Él es obediente hasta la muerte de cruz!”
Pero Cristo sabía sólo ira, a pesar de que detrás de ella estaba el amor infinito de Dios por Él. Así como nosotros en nuestra relación con nuestros padres terrenales. La ira no es incompatible con el amor. Nuestros padres nos pueden amar y estar muy enojados con nosotros. De hecho, la ira de ellos puede ser una manifestación de su amor, porque ellos desean que andemos en los caminos de Dios y hemos sido pecadores. Así fue con Cristo.
Y así, poco a poco y gradualmente Cristo se arrastró hacia fuera del infierno a la presencia de Dios para poder decir. “¡Consumado es!” (Juan 19:30). Y luego, tan bellamente decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). La ira se había ido, el favor fue restaurado. La expiación por el pecado y la redención se cumplió.
No hay ningún cambio en Dios. Él había nombrado a su Hijo para llevar a cabo nuestra redención. Cristo llevó a la perfección la ira de Dios y realizado todo el propósito del Padre. Él ahora está exaltado en lo alto como nuestro redentor y salvador suficiente.
Vamos a maravillarnos ante la grandeza del sufrimiento de Cristo, pues es en ella la medida de nuestro pecado, lo cual requería tanta angustia horrible sobre él. Vamos a maravillarnos con las riquezas de la gracia divina que se muestran en el don de su propio Hijo amado de Dios para llevar a cabo por nosotros lo que nunca podríamos lograr nosotros mismos.