Amados en el Señor Jesucristo, presten atención a las palabras de la institución de la Santa Cena de nuestro Señor Jesucristo, tal como son pronunciadas por el santo Apóstol Pablo, I Co. 11:23-30.
“Porque yo recibí del Señor lo que también os he entregado: que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Porque todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga. De manera que cualquiera que comiere este pan y bebiere la copa del Señor indignamente será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no discerniendo el cuerpo del Señor.”
Para que ahora podamos celebrar la Cena del Señor para nuestra comodidad, es sobre todas las cosas necesario,
Primero. Examinarnos rectamente a nosotros mismos.
Segundo. Dirigirla al fin para el cual Cristo la ordenó e instituyó, es decir, para su memoria.
El verdadero examen de nosotros mismos consta de estas tres partes:
Primero. Que cada uno considere por sí mismo sus pecados y la maldición que le es debida por ellos, a fin de que se aborrezca y humille ante Dios; considerando que la ira de Dios contra el pecado es tan grande, que (para que no quede impune) lo ha castigado en su amado Hijo Jesucristo, con la amarga y vergonzosa muerte de cruz.
Segundo. Que cada uno examine su propio corazón, si cree esta fiel promesa de Dios, de que todos sus pecados le son perdonados sólo por causa de la pasión y muerte de Jesucristo, y que la perfecta justicia de Cristo le es imputada y dada gratuitamente como suya, sí, tan perfectamente, como si él hubiera satisfecho en su propia persona todos sus pecados, y cumplido toda justicia.
Tercero. Que cada uno examine su propia conciencia, para ver si en adelante se propone mostrar verdadero agradecimiento a Dios en toda su vida, y andar rectamente delante de él; como también, si ha dejado sin fingimiento toda enemistad, odio y envidia, y resuelve firmemente andar en adelante en verdadero amor y paz con su prójimo.
Así pues, a todos los que estén dispuestos de este modo, Dios ciertamente los recibirá con misericordia y los tendrá por dignos partícipes de la mesa de su Hijo Jesucristo. Por el contrario, los que no sienten este testimonio en su corazón, comen y beben juicio para sí mismos.
Por tanto, también nosotros, según el mandato de Cristo y del apóstol Pablo, amonestamos a todos los que se contaminan con los pecados siguientes, para que se aparten de la mesa del Señor, y les declaramos que no tienen parte en el reino de Cristo; tales como todos los idólatras, todos los que invocan a santos difuntos, ángeles u otras criaturas; todos los que adoran imágenes; todos los encantadores, adivinos, encantadores, y los que confían en tales encantamientos; todos los despreciadores de Dios, de su Palabra y de los santos sacramentos; todos los blasfemos; todos los dados a suscitar discordias, sectas y motines en la Iglesia o en el Estado; todos los perjuros; todos los desobedientes a sus padres y superiores; todos los homicidas, contenciosos y los que viven en odio y envidia contra sus vecinos; todos los adúlteros, fornicarios, borrachos, ladrones, usureros, ladrones, ludópatas, codiciosos y todos los que llevan una vida ofensiva.
Todos éstos, mientras continúen en tales pecados, deberán abstenerse de esta comida (que Cristo ha ordenado sólo para los fieles), no sea que su juicio y condenación se hagan más pesados.
Pero esto no tiene por objeto (amadísimos hermanos y hermanas en el Señor), abatir los corazones contritos de los fieles, como si nadie pudiera venir a la cena del Señor, sino los que están libres de pecado; porque no venimos a esta cena, para testificar con ello que somos perfectos y justos en nosotros mismos; sino por el contrario, considerando que buscamos nuestra vida fuera de nosotros mismos en Jesucristo, reconocemos que yacemos en medio de la muerte; por lo tanto, aunque sentimos muchas debilidades y miserias en nosotros mismos, como por ejemplo, que no tenemos una fe perfecta, y que no nos entregamos a servir a Dios con el celo al que estamos obligados, sino que tenemos que luchar diariamente con la debilidad de nuestra fe, y los malos deseos de nuestra carne; sin embargo, ya que estamos (por la gracia del Espíritu Santo) arrepentidos de estas debilidades, y sinceramente deseosos de luchar contra nuestra incredulidad, y de vivir de acuerdo con todos los mandamientos de Dios: por tanto, estamos seguros de que ningún pecado o debilidad, que aún permanezca en nosotros contra nuestra voluntad, puede impedir que seamos recibidos por Dios con misericordia, y que seamos hechos dignos partícipes de esta comida y bebida celestiales.
Consideremos también ahora con qué fin instituyó el Señor su Cena, a saber, que la hagamos en memoria suya. De esta manera hemos de recordarle por medio de ella:
Primero. Que estamos firmemente persuadidos en nuestros corazones de que nuestro Señor Jesucristo (según las promesas hechas a nuestros antepasados en el Antiguo Testamento) fue enviado por el Padre al mundo; que asumió nuestra carne y nuestra sangre; que soportó por nosotros la ira de Dios (bajo la cual habríamos perecido eternamente) desde el principio de su encarnación hasta el fin de su vida en la tierra; y que cumplió por nosotros toda obediencia a la ley divina y toda justicia; especialmente, cuando el peso de nuestros pecados y la ira de Dios le arrancaron el sudor sangriento en el huerto, donde fue atado para que nosotros fuésemos liberados de nuestros pecados; que después sufrió innumerables reproches, para que nunca fuésemos confundidos; que fue inocentemente condenado a muerte, para que nosotros pudiéramos ser absueltos en el tribunal de Dios; sí, que sufrió que su bendito cuerpo fuera clavado en la cruz, para que pudiera fijar en ella la escritura de nuestros pecados; y también tomó sobre sí la maldición debida a nosotros, para que pudiera llenarnos de sus bendiciones: y se humilló hasta el más profundo oprobio y las penas del infierno, en cuerpo y alma, en el madero de la cruz, cuando clamó a gran voz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?», para que fuésemos aceptados por Dios y nunca fuésemos abandonados por Él; y finalmente confirmó con su muerte y derramamiento de su sangre, el nuevo y eterno testamento, ese pacto de gracia y reconciliación cuando dijo: “Consumado es.”
Segundo. Y para que creamos firmemente que pertenecemos a esta alianza de gracia, el Señor Jesucristo, en su última Cena, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió, lo dio a sus discípulos y dijo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria mía; así también, después de cenar, tomó la copa, dio gracias y dijo: Bebed de ella todos; esta copa es el nuevo testamento en mi sangre, que por vosotros y por muchos es derramada para remisión de los pecados; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria mía”: esto es, todas las veces que comiereis de este pan y bebiereis de esta copa, seréis por ello amonestados y asegurados, como por un seguro recuerdo y prenda, de este mi amor sincero y fidelidad para con vosotros; que, mientras que de otro modo habríais padecido la muerte eterna, yo he entregado mi cuerpo a la muerte de cruz, y derramado mi sangre por vosotros; y ciertamente alimento y nutro vuestras almas hambrientas y sedientas con mi cuerpo crucificado y mi sangre derramada, para vida eterna, mientras este pan es partido ante vuestros ojos, y esta copa os es dada, y coméis y bebéis de ella con vuestra boca, en memoria mía.
De esta institución de la Santa Cena de nuestro Señor Jesucristo, vemos que él dirige nuestra fe y confianza a su sacrificio perfecto (una vez ofrecido en la cruz) como a la única base y fundamento de nuestra salvación, en la que él se convierte para nuestras almas hambrientas y sedientas, en la verdadera carne y bebida de la vida eterna. Porque con su muerte ha quitado la causa de nuestra eterna muerte y miseria, a saber, el pecado, y nos ha obtenido el Espíritu vivificador, para que por él (que mora en Cristo como en la cabeza, y en nosotros como sus miembros), tengamos la verdadera comunión con él, y seamos hechos partícipes de todas sus bendiciones, de la vida eterna, la justicia y la gloria.
Además, para que por este mismo Espíritu estemos también unidos como miembros de un solo cuerpo en verdadero amor fraterno, como dice el santo Apóstol: «Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan.» Porque, así como de muchos granos se muele un solo grano y se cuece un solo pan, y de muchas bayas prensadas brota un solo vino que se mezcla, así todos nosotros, que por una fe verdadera estamos injertados en Cristo, seremos un solo cuerpo, por el amor fraternal, por amor de Cristo, nuestro amado Salvador, que tanto nos amó, y no sólo lo demostró de palabra, sino también de hecho los unos a los otros.
Que nos asista en esto el Dios todopoderoso y Padre de nuestro Señor Jesucristo por su Espíritu Santo. Amén.
Para obtener todo esto, humillémonos ante Dios e imploremos su gracia con verdadera fe.
Oración
Oh Dios y Padre misericordiosísimo, te suplicamos que en esta Cena (en la que celebramos el glorioso recuerdo de la amarga muerte de tu amado Hijo Jesucristo) te complazcas obrar en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, para que cada día, con verdadera confianza, nos entreguemos más y más a tu Hijo Jesucristo, para que nuestros corazones afligidos y contritos, por el poder del Espíritu Santo, sean alimentados y consolados con su verdadero cuerpo y sangre; sí, con él, verdadero Dios y hombre, ese único pan celestial; y para que ya no vivamos en nuestros pecados, sino él en nosotros, y nosotros en él, y así seamos verdaderamente partícipes de la nueva y eterna alianza de gracia. Para que no dudemos de que tú serás siempre nuestro Padre misericordioso, que nunca más nos imputarás nuestros pecados y nos proveerás de todo lo necesario, tanto para el cuerpo como para el alma, como hijos y herederos tuyos muy amados; concédenos también tu gracia, para que tomemos alegremente nuestra cruz, nos neguemos a nosotros mismos, confesemos a nuestro Salvador, y en todas las tribulaciones, con la cabeza erguida esperemos a nuestro Señor Jesucristo desde el cielo, donde hará nuestros cuerpos mortales semejantes a su cuerpo gloriosísimo, y nos llevará a él en la eternidad.
Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder y la gloria, por todos los siglos.
Fortalécenos también por esta Santa Cena en la indudable fe cristiana católica, de la que hicimos confesión con la boca y el corazón, diciendo:
Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su Hijo unigénito, Señor nuestro, que fue concebido por el Espíritu Santo, nació de María virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso; desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo; creo en una santa Iglesia católica; en la comunión de los santos; en el perdón de los pecados; en la resurrección de la carne; y en la vida eterna. Amén.
Para que podamos alimentarnos ahora con el verdadero pan celestial, Cristo Jesús, no nos aferremos con el corazón al pan y al vino externos, sino elevémoslos a lo alto, al cielo, donde Cristo Jesús es nuestro Abogado, a la diestra de su Padre celestial, a donde nos conducen todos los artículos de nuestra fe; sin dudar de que seremos alimentados y refrescados en nuestras almas por obra del Espíritu Santo, con su cuerpo y su sangre, mientras recibimos el pan y el vino santos en memoria suya.
Al partir y distribuir el pan, el ministro dirá:
El pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo.
Y al dar la copa:
La copa de bendición, que bendecimos, es la comunión de la sangre de Cristo.
[Durante la comunión, se cantará o podrá cantarse devotamente, o se leerá un salmo, o algún capítulo, en recuerdo de la muerte de Cristo, como en el capítulo 53 de Isaías, los capítulos 13, 14, 15, 16, 17 y 18 de Juan, o cosas semejantes].
Después de la Comunión el ministro dirá:
Amados en el Señor, puesto que el Señor ha alimentado ahora nuestras almas en esta mesa, alabemos juntos su santo nombre con acción de gracias, y diga cada uno en su corazón así:
Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios.
Que perdona todas tus iniquidades; que sana todas tus enfermedades.
Que redime tu vida de la destrucción, que te corona de bondad y de misericordia.
Misericordioso y clemente es el Señor, lento a la cólera y generoso en misericordia.
No nos ha tratado según nuestros pecados, ni nos ha recompensado conforme a nuestras iniquidades.
Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, así de grande es su misericordia para con los que le temen.
Tan lejos como el oriente está del occidente, así alejó de nosotros nuestras transgresiones.
Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen.
El cual no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, y nos dio todas las cosas juntamente con él. Por lo cual Dios alaba con esto su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros; mucho más, estando ahora justificados en su sangre, seremos salvos de la ira por medio de él; porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Por tanto, mi boca y mi corazón alabarán al Señor desde ahora y para siempre. Amén.
Que todos digan con corazón atento:
Acción de gracias
¡Oh! Dios y Padre todopoderoso y misericordioso, te damos humildes y cordiales gracias porque, por tu infinita misericordia, nos has dado a tu Hijo unigénito como Mediador y sacrificio por nuestros pecados, y para que sea nuestra comida y nuestra bebida para la vida eterna, y porque nos das una fe viva, por la que somos hechos partícipes de tan grandes beneficios. También has querido que tu amado Hijo Jesucristo instituyera y ordenara su Santa Cena para la confirmación de los mismos. Te suplicamos, oh Dios y Padre fiel, que, por la acción de tu Espíritu Santo, la conmemoración de la muerte de nuestro Señor Jesucristo tienda al aumento diario de nuestra fe y a la comunión salvadora con él, por Jesucristo tu Hijo, en cuyo nombre concluimos nuestras oraciones, diciendo:
Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén.