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El Antiguo y el Nuevo Pacto / The Old and the New Covenants

    

Prof. Herman Hanko

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Un lector pregunta: “¿Cuáles son las implicaciones de Jeremías 31:34 para la iglesia de hoy? Concerniente al nuevo pacto, dice: “Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” ¿Enseña, como he oído, que bajo el nuevo pacto la iglesia debe ser una institución más pura de lo que era bajo el antiguo pacto, compuesta solo de aquellos que ‘conocen al Señor’, es decir, verdaderos creyentes nacidos de nuevo?

No, el texto en Jeremías 31:34 no enseña que la iglesia del Nuevo Testamento es una iglesia más pura que la iglesia de la antigua dispensación. Uno sólo necesita leer Hebreos 11 y uno no puede evitar maravillarse de la fuerza de la fe de los santos del Antiguo Testamento, cuya fe tan a menudo sobrepasa la nuestra.

Por cierto, todo el pasaje en Jeremías 31:31-34 es citado en Hebreos 8:8-12 y parcialmente en Hebreos 10:16-17. Un lenguaje algo similar se encuentra también en Ezequiel 16:60-62.

El texto enseña una profunda verdad concerniente al pacto de gracia de Dios con su pueblo. Debemos recordar que la desaparición del antiguo pacto y el establecimiento del nuevo pacto tuvieron lugar con la obra de nuestro Señor Jesucristo cuando Él sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El clímax de Su obra fue el derramamiento del Espíritu en Pentecostés. Y, si puedo insertar un punto entre paréntesis aquí, Pentecostés no fue el primer avivamiento del Nuevo Testamento. No tenía nada que ver con avivamientos. Tampoco fue la segunda bendición, como afirman los Pentecostales. Fue mucho más maravilloso que eso. ¡Fue el don del Espíritu Santo como el Espíritu del Señor ascendido para la iglesia!

En cierto sentido de la palabra, los santos del Antiguo Testamento no poseían el Espíritu. Sé que mi declaración provoca un grito ahogado de muchos, pero no por ello deja de ser cierta. Considere, por ejemplo, lo que Jesús mismo dijo en Juan 7:39. En el último y gran día de la fiesta, Jesús clamó en el templo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (37). Juan explica lo que Jesús quiso decir en el versículo 39: ” Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.”

Probablemente hayas notado que en mi cita de Juan 7:39, omití la palabra “dado” (King James version). Pero esto es necesario. En nuestro AV (authorized version), la palabra está en cursiva, lo que significa que no aparece en el original, sino que fue añadida por los traductores. Los traductores a menudo hacían esto, ya que el Griego y el Inglés son dos idiomas muy diferentes. Y la mayoría de las veces, los añadidos en inglés son útiles. Pero aquí la palabra “dado” no debería aparecer en el texto, por lo que la cláusula debería decir: “Porque el Espíritu Santo aún no había venido”. En otras palabras, Él no existía.

Es sorprendente que Juan dijera esto bajo inspiración infalible, y ciertamente sabemos por toda la Escritura que el Espíritu Santo es eterno, junto con el Padre y el Hijo. Además, sabemos que el Espíritu Santo estaba presente en el Antiguo Testamento, porque David oró: “No quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. 51:11). (La AV no escribe “Espíritu Santo” en mayúscula en este versículo, aunque debería haberlo hecho). Además, el Espíritu Santo fue dado a aquellos que fueron ungidos como profetas, sacerdotes y reyes.

¿Qué quiere decir entonces Juan en Juan 7:39?

La respuesta es que Juan se está refiriendo al Espíritu Santo como el Espíritu del Cristo exaltado, porque Juan mismo añade que aún no había venido el Espíritu Santo, porque “Jesús no había sido aun glorificado”. Esta verdad es la razón por la que Pedro nos dice en su gran sermón en el día de Pentecostés: ” Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:33).

¡Qué diferencia hizo la presencia del Espíritu en la iglesia! Pedro mismo, junto con los demás discípulos, no comprendía la obra de Cristo. Ellos preguntaron en el momento de Su ascensión: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Pero inmediatamente después de que el Espíritu fuera derramado sobre los 120 miembros de la iglesia, Pedro pudo predicar un sermón en el que mostró que entendía toda la obra de Cristo. Entendió la cruz, la resurrección y la ascensión. Incluso entendió los pasajes del Antiguo Testamento que hablaban de Cristo y de Su obra. Todo fue bastante asombroso y se debió nada más que a la presencia del Espíritu en la iglesia. Esto nos indica la diferencia entre el antiguo y el nuevo pacto. La diferencia entre el antiguo y el nuevo pacto es la gran diferencia hecha en la iglesia por el derramamiento del Espíritu en Pentecostés.

La primera y más importante diferencia era que, mientras que en la antigua dispensación los oficios de profeta, sacerdote y rey se limitaban a hombres especiales a quienes Dios designaba derramando aceite, en la nueva dispensación todo el pueblo de Dios es ungido. El aceite era un símbolo del Espíritu Santo. El Espíritu Santo fue dado a Saulo, David, Natán, Isaías, Malaquías, Joiada, Aarón, Elías, etc. Estos hombres fueron designados como profetas, sacerdotes o reyes. Los profetas llevaban la Palabra de Dios a Israel; los sacerdotes hacían sacrificios para el pueblo; los reyes gobernaban sobre la nación.

El pueblo de Dios que no tenía un oficio no podía realizar la obra del oficio. Ellos no podían conocer la voluntad de Dios, sino que tenían que ir a un profeta (1 Sam. 9:6-10; 2 Sam. 7:1-17; 2 Reyes 22:12-20). El pueblo no podía obtener el perdón de los pecados por sí mismo, sino que tenía que ir a un sacerdote, llevando una vaca o una oveja. El pueblo no podía gobernarse a sí mismo—como lo demostró el período de los jueces—sino que tenía que tener un rey, y el estado moral de la nación estaba determinado en gran medida por la condición moral del rey.

Pero en la nueva dispensación, cuando el Espíritu es derramado, Él no es derramado sobre hombres especialmente escogidos, sino sobre todos los creyentes. Por su poderosa presencia, Él trae a Cristo a nosotros, quien es nuestro único profeta, sacerdote y rey. Él, por Su Espíritu, hace a todos los creyentes profetas, sacerdotes y reyes. Ya no necesitamos acudir a un profeta, porque todos conocemos al Señor. Tenemos las Escrituras y podemos conocer a Dios por el Espíritu a través de ellas. La Iglesia Católica Romana negó esta verdad: se negaron a permitir que la gente tuviera la Palabra de Dios. Ellos se reservaron el derecho de interpretar las Escrituras al clero. Fue Lutero quien restauró el oficio de creyentes a los santos, en la misericordia de Jehová.

Tenemos el Espíritu de Cristo y ahora todos somos, por la gracia de Dios, sacerdotes. Podemos venir a Dios a través de Jesucristo, nuestro mediador e intercesor. No necesitamos venir con una vaca a cuestas, porque Cristo hizo el sacrificio perfecto que abrió el camino al lugar santísimo (Heb. 9:24). No necesitamos un sacerdote Católico Romano a quien debemos confesarnos. Tenemos a nuestro gran sumo sacerdote en el cielo, y todos somos sacerdotes en Él. Todos somos sacerdotes que traemos el sacrificio de alabanza, obediencia y acción de gracias (Rom. 12:1-2; 1 Pdr. 2:9).

No necesitamos ningún rey que nos gobierne —aparte de Cristo mismo, de quien somos esclavos. Gobernamos sobre nuestras vidas a través del poder del Espíritu y lo hacemos por la Palabra de Dios, que es nuestra guía. Y, por cierto, esta verdad es la base de la libertad Cristiana.

El Catecismo de Heidelberg lo expresa maravillosamente cuando afirma que llevamos el nombre de Cristo cuando somos llamados Cristianos. “Pero ¿por qué te llamas Cristiano? Porque por la fe soy un miembro de Cristo, y por lo tanto soy partícipe de Su unción; para que asi pueda confesar Su nombre, y presentarme como sacrificio vivo de agradecimiento a Él; y también para que con una conciencia libre y buena, yo pueda luchar contra el pecado y Satanás en esta vida, y luego reinar con Él eternamente sobre todas las criaturas” (P. & R. 32).

Pero hay más. El texto también dice: “Porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jer. 31:34). Esto también es una bendición del nuevo pacto. El significado no es que el pueblo de Dios del Antiguo Testamento no conociera el perdón de los pecados, porque los Salmos testifican lo contrario (por ejemplo, Sal. 32). Pero Cristo aún no había venido a hacer el sacrificio por el pecado, por lo que su conocimiento del perdón de sus pecados era menos completo y menos claro que después de que se hizo el sacrificio de Cristo.

Hebreos 10:1-18 enseña esto muy claramente. (Seguimos volviendo a Hebreos porque es el gran libro de la Biblia que nos dice cuánto mejor es el nuevo pacto que el antiguo). El autor nos dice que los sacrificios tenían que hacerse continuamente porque el pueblo seguía teniendo conciencia de los pecados. Pero el sacrificio de Cristo es perfecto y no hay más conciencia de pecado porque nuestro Señor exaltado nos da el Espíritu y nos asegura que la deuda de nuestras transgresiones ha sido pagada en la cruz para que nuestras conciencias sean purificadas en la sangre de Cristo. Eso también forma parte del nuevo pacto.

Volveremos sobre este gran tema en el próximo número de las noticias de ´News´.


(2)

Un lector pregunta: “¿Cuáles son las implicaciones de Jeremías 31:34 para la iglesia de hoy? Concerniente al nuevo pacto, dice: “Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado.” ¿Enseña, como he oído, que bajo el nuevo pacto la iglesia debe ser una institución más pura de lo que era bajo el antiguo pacto, compuesta solo de aquellos que ‘conocen al Señor’, es decir, verdaderos creyentes nacidos de nuevo?

En las últimas noticias de “News”, expuse algunas de las bendiciones del nuevo pacto (mencionado en Jeremías 31:34), desarrollando las verdades del conocimiento de Dios a través del perdón de los pecados a la luz de nuestro triple oficio como profetas, sacerdotes y reyes en Cristo.

Otras partes de las Escrituras dan una bendición más del nuevo pacto. Hebreos 10:16 habla del hecho de que una parte del nuevo pacto es “Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré”. Hebreos 8:10 dice lo mismo. La parte significativa de este versículo es que esta es una bendición del nuevo pacto que ha venido a dar por viejo el antiguo pacto (7-8, 13). Este nuevo pacto contrasta con el antiguo pacto que Dios hizo con Israel cuando los sacó de la tierra de Egipto (9). Ese pacto se describe en Éxodo 19:5: ” Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra.”

Ese pacto tenía como tema principal: “Guarda mis mandamientos y vivirás; pero maldito serás si no guardas todas las palabras de la ley”. Las bendiciones del pacto descansaban sobre aquellos que guardaban la ley de Dios.

Pero Israel no pudo guardar la ley de Dios y por eso ellos perecieron finalmente en la cautividad. El pacto dependía de la obediencia de Israel. Este era el antiguo pacto.

No debemos interpretar esto en el sentido de que Dios primero había esperado que Israel guardara la ley y así fuera, por su obediencia, Su pueblo del pacto, sino que Él abandonó esa idea cuando aprendió que Israel nunca lo haría y nunca podría hacer esto. Evidentemente, ese no es el punto. El punto era que Dios tenía que llevar a casa a Su pueblo esta gran verdad: Sólo aquellos que guardaban la ley, es decir, que eran tan santos como Dios, podían ser Su pueblo del pacto. No había lugar en el pacto de Dios para los pecadores. Pero ningún hombre puede guardar esa ley. ¡Ningún hombre! ¿Entonces qué? ¿Nunca se realizaría el pacto? Sí, lo haría, pero sólo cuando alguien más guardara el pacto para ellos. ¡Y ese fue nuestro Señor Jesucristo!

Cristo guarda la ley para todo Su pueblo. Él la guardó especialmente en la cruz. La guardó mientras la ira de Dios lo llevaba al fondo del infierno. Él lo guardó cuando era un desamparado abandonado por Su Padre. La guardó cuando todo lo que conocía era la furia de la ira de Dios contra el pecado. La guardó cuando el horror de la ira de Dios era tan grande que momentáneamente no supo por qué tenía que soportar tan terrible sufrimiento (Mateo 27:46). Incluso cuando Él no se atrevía a llamar a Dios Su Padre, guardó la ley.

Él llevó la ira de Dios por todo Su pueblo. Él se puso en nuestro lugar y sufrió lo que nos correspondía. Pero en el momento más oscuro del infierno, cuando fue abrumado por la furia de Dios, Él todavía dijo: “Te amo, Oh Dios mío. Te amo con todo Mi corazón, mente, alma y fuerza. No puedo soportar el horror de ser abandonado por Ti. Está tan oscuro aquí. Pero ya sea que conozca o no la razón por la que me has abandonado, ¡todavía te amo y siempre te amaré! ¡Esto es el Calvario!

Y así, nuestro Señor no solo sufrió más allá de todo conocimiento— por nosotros, pobres pecadores—sino que también cumplió la ley por nosotros. Él cumplió lo que nosotros no podíamos cumplir. Él hizo lo que nosotros nunca podríamos hacer. Él amaba al Señor Su Dios, cuando nosotros éramos enemigos de Dios. Y, maravilla de maravillas, ¡Él hizo esto por nosotros! ¡Este es el nuevo pacto!

Y así, ahora, en los días del nuevo pacto, cuando Cristo terminó Su obra y derramó Su Espíritu sobre Su iglesia, Él da a Su pueblo, por la fe en Él, la capacidad espiritual para guardar la ley. Él escribe la ley en nuestros corazones. El Espíritu Santo graba con poder irresistible, en nuestros corazones, la ley perfecta para que la guardemos y seamos hechos dignos de ser el pueblo del pacto de Dios.

En el antiguo pacto, teníamos que hacer todo. Pero el antiguo pacto, por sí mismo, era inútil porque no podíamos guardar la ley de Dios y ser un pueblo santo. “Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo” (Heb. 8:7). Pero Dios encontró falta en aquellos con quienes estableció Su pacto y en el pacto de la ley, porque no podía salvar a los pecadores; y así, “He aquí vienen días, dice el Señor, En que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; No como el pacto que hice con sus padres El día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; Porque ellos no permanecieron en mi pacto, Y yo me desentendí de ellos, dice el Señor” (8-9).

Y así, un nuevo pacto fue hecho, porque “ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer”(13). Vivimos en estos días mejores, los días del nuevo pacto, ¡porque el antiguo pacto ha pasado!

En el nuevo pacto, no tenemos que hacer nada—ni para entrar en ese pacto ni para permanecer en él. No podemos hacer nada y no necesitamos hacer nada. Atrevido y grosero es el hombre que piensa que debe y puede cumplir las condiciones para ser parte del pacto de Dios. Cuán agradecidos debemos estar y estamos cuando nos damos cuenta de que Cristo lo ha hecho todo. Por gracia sois salvos, por medio de la fe, y esto no de vosotros mismos, pues es don de Dios (Efesios 2:8-9).

¿Significa eso que nunca hacemos nada en absoluto? No, claro que no. Parte de ese pacto es que la ley, que nunca podremos cumplir, está escrita en nuestros corazones por el Espíritu de Pentecostés. Puesto que la ley está escrita en nuestros corazones, la guardamos. ¡Debemos! ¡Podemos! ¡Y lo hacemos! Pero no es de nosotros; es la obra del Espíritu que obra en nosotros el querer guardar esos mandamientos y de cumplirlos (Fil. 2:13). Y si pecamos, nuestros pecados no son recordados más y nuestras iniquidades son perdonadas.

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