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La Perseverancia de los Santos / The Perseverance of the Saints

 

Prof. Herman Hanko

Pregunta: “Una vez salvo, siempre salvo;¿O puede uno perder su salvación como lo implica el Rev. ________ en su El Camino al Infierno?”

La doctrina de la perseverancia de los santos es uno de los Cinco Puntos del Calvinismo, desarrollado y defendido a partir de la Palabra de Dios en los Cánones de Dordt. En el Sínodo de Dordrecht (1618-1619), teólogos de los Países Bajos y de casi todas las iglesias Reformadas de Europa formularon los Cánones como la respuesta escritural y confesional a las herejías de los Arminianos.

A mi juicio, el quinto capítulo de los Cánones es la mejor declaración confesional de la verdad de la perseverancia de los santos que se encuentra en cualquier lugar. No solo es completamente bíblico; sino que también refuta claramente a los Arminianos que enseñaban la caída de los verdaderos santos. No solo demuestra lo importante que es esta doctrina para todo el cuerpo de la verdad bíblica; también aborda el tema desde una perspectiva profundamente pastoral, es decir, muestra cómo es de gran consuelo para el hijo de Dios. El tratamiento de los Cánones de la perseverancia de los santos coloca la doctrina dentro del contexto de la experiencia cristiana: nuestros grandes pecados, nuestras “caídas melancólicas” en los pecados más graves y nuestras propias batallas personales con Satanás y sus tentaciones que llenan nuestras almas de duda concernientes a nuestra salvación. Con frecuencia he utilizado estos maravillosos artículos del capítulo cinco de los Cánones en mi trabajo pastoral, y en repetidas ocasiones han demostrado ser una bendición para las luchas de los santos de Dios.

Hace muchos años conocí a una joven que venía de iglesias Arminianas, bautistas y premilenialistas. Ella era seria acerca de su religión y se había presentado en las reuniones de avivamiento en cinco ocasiones diferentes para aceptar a Jesucristo como su Salvador personal y se había bautizado no menos de tres veces. Cuando le pregunté la razón de su frecuente aceptación de Cristo y de sus repetidos bautismos, me explicó que cada vez que aceptaba a Cristo lo perdía poco tiempo después, y que cada vez que se bautizaba, pronto perdía el consuelo de su bautismo.

En la buena providencia de Dios, Él la condujo en el Día del Señor a una Iglesia Protestante Reformada. También Dios guío al ministro a predicar sobre Juan 10:27-30: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.”

Ella me dijo que esa maravillosa verdad ardía en las profundidades de su alma y traía un consuelo y una paz que nunca había conocido, ni sabía que existían. Ella estaba, de hecho, bastante desconcertada cuando, en la vergüenza de sus lágrimas, miró subrepticiamente a su alrededor para ver si otros la notaban llorando y se dio cuenta de que nadie dentro de su rango de visión estaba llorando y que todos parecían no conmoverse por lo que estaba ocurriendo, lo que fue para ella un momento del cielo.

La perseverancia de los santos simplemente significa, como Pablo lo expresa en Filipenses 1:6, “que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Nuestro Padre completará la obra que Él ha comenzado en la regeneración. Él hará esto a pesar de nuestros pecados que, aparte de Su atento cuidado, nos separarían de Él. Dios continuará haciéndolo cuando caigamos profundamente en el pecado, rescatándonos de nuestra necedad, llevándonos al arrepentimiento y a la confesión del pecado, y restaurándonos a Su favor misericordioso. Él nos preservará, aunque, por un tiempo, parezca abandonarnos para que nos revolquemos en el fango de nuestros placeres mal elegidos. La obra de la regeneración no puede ser destruida, porque es Su obra y Dios nunca abandona Su propia obra.

Los Pelagianos y Semi-Pelagianos—que querían hacer que la obra de salvación de Dios dependiera en cierta medida de la cooperación del hombre—atacaron a Agustín, allá por el siglo V, por su firme compromiso con la doctrina de la perseverancia de los santos—sobre la que incluso escribió un libro. La Iglesia Romana nunca puede dar a una persona la paz mental que proviene de la gloriosa verdad de la preservación de los santos, porque insiste en el mérito de las buenas obras. Los Arminianos llenaban las almas de los fieles de dolorosa angustia, pues hablaban de la absoluta necesidad del hombre de hacer su propia contribución a su salvación, sin la cual no alcanzaría el cielo. Poco ha cambiado. El Arminianismo desenfrenado, la herejía de la justificación por la fe y las obras, el horror de la religión centrada en el hombre está cuidadosamente calculado para poner la salvación, en su totalidad o en parte,en las manos del hombre. La Confesión Belga tiene razón: “… siempre estaríamos en la duda, llevados de un lado a otro, sin ninguna seguridad, y nuestras pobres conciencias estarían siempre atormentadas, si no se confiara en los méritos del sufrimiento y la muerte de nuestro Salvador” (24).

La preservación de los santos va de la mano con toda la estructura de la gracia soberana. Al negar la preservación de los santos, los Arminianos necesariamente niegan toda verdad de la gracia soberana y particular: la elección y reprobación eterna, la depravación total, la redención particular y la gracia irresistible. O, para decirlo de otra manera, negando la elección y la reprobación eterna, las otras doctrinas de la gracia se derrumban como una fila de fichas de dominó cuando uno es derribada. Ante esto, los corazones quebrantados y angustiados de los piadosos se llenan de aprensión, porque saben sin lugar a dudas que si su salvación dependiera, en algún aspecto, de ellos, irían al infierno en el momento de la muerte.

Es la gracia soberana, arraigada en el propósito eterno de Dios en Cristo, la que arroja todas nuestras obras a la basura como inútiles y le da seguridad al hijo de Dios de que permanecerá salvo para siempre, pase lo que pase, porque está en las manos de su Padre celestial, de cuyas manos nadie lo puede arrebatar (Juan 10:28-30).

Roma escribió para que todos lo vieran por encima de las puertas del monasterio: “Abandonad toda esperanza, los que entráis aquí.” La Reforma derribó ese miserable mensaje y escribió en su lugar: “¿Cuál es tu único consuelo en la vida y en la muerte? Que yo, en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no soy mío, sino que pertenezco a mi fiel Salvador Jesucristo …” (Catecismo de Heidelberg, P. y R. 1).

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